May 262018
 

(Ponencia del delegado episcopal de Pastoral de Mayores, José María Lorca, impartida en el arzobispado de Madrid, el 26 de mayo de 2018))

El término “mayores” referido a personas es un eufemismo neutro e indefinido. ¿Cuándo comienza uno a ser mayor? ¿Es la edad, o es el deterioro que paulatinamente se presenta, lo que faculta para colgarse la etiqueta de persona mayor? En sociología se habla de la tercera edad desde los setenta a los ochenta años, y de la cuarta edad desde los ochenta en adelante… Naturalmente, con la necesaria permeabilidad… En cualquier caso aquí nos referimos a  gente que sobrepasa los setenta años: Esa franja permeable y flexible de la población, sanos, enfermos, o incluso dependientes,  que estamos comprometidos de algún modo con la Iglesia, que participamos regularmente en las asambleas litúrgicas; o los que tienen sensibilidad cristiana sin ser demasiado practicantes.

¿Qué aporta a la Iglesia ese alto porcentaje de católicos que en muchas parroquias (por no decir en todas) constituyen abrumadora mayoría? Y a la inversa: ¿qué les aporta a ellos la fe? ¿Merece la pena envejecer como cristianos?  (Otorgando a la expresión “envejecer” el noble sentido bíblico de lo que significa florecer in conspectu Dei, en la presencia de Dios).

Intentaré  responder a estas preguntas con tres áreas de consideración:

  • Qué es envejecer, y envejecer como miembros de la Iglesia
  • Quiénes son y cómo sienten esas personas de edad que van formando en número creciente la gran base social de las comunidades.
  • Y qué pistas podemos apuntar para una pastoral específica del aliento que les sea útil y necesaria

1.-  EL ENVEJECIMIENTO DE LA IGLESIA Y EN LA IGLESIA

   Permitidme precisar conceptualmente  el tema del envejecimiento en la Iglesia, quien en sí misma es vieja por contar dos mil años, y sin embargo eternamente joven en cuanto portadora de la Buena Nueva del Evangelio

Y es que cuando hablamos del envejecimiento de la Iglesia en lenguaje mundano solemos catalogarlo como fenómeno gerontológico  sombrío, sin advertir  que abarcamos situaciones distintas que no se relacionan necesariamente como causa-efecto.  Además, cada persona envejece de modo diferente.

En primer lugar hay un envejecimiento natural a causa de los años, que si bien es común a toda la sociedad española (aproximándonos a diez  millones de jubilados)  en la Iglesia presenta un panorama más acusado por razones obvias.  La Iglesia visible (la que hoy  se ve desde el coro de los templos) es un mar de cabezas nevadas. Aunque debo señalar que hace 30 años, cuando yo era cura joven y me asomaba desde el coro del santuario del Perpetuo Socorro, tenía la misma impresión que si lo hiciera hoy. Lo que viene a significar que por el momento parece que hay repuesto, y permite deducir que esto no se va  terminar con nosotros…

Con lo cual no digo que las personas mayores se vuelvan más religiosas con los años de modo automático. Se ha extendido este tópico  seguramente porque las personas mayores de setenta años  fueron  educadas con más religiosidad que los jóvenes de hoy; y de lo que se tuvo siempre queda. Una encuesta realizada a gente de 27 a 80 años en Estados Unidos    confirma que sólo en un 19% de los casos la religiosidad aumentó con los años,  y que en el 81% restante había menguado. (Referido por Benhard Groom)

En todo caso la pirámide de edades totalmente invertida que ofrecemos en la Iglesia  es algo imparable, aunque debamos contemplarlo siempre con ojos de esperanza, y por eso trabajamos también  con chavales, aun a fondo perdido tantas veces…

Una encuesta que hicimos en la Vicaría IV (la de Vallecas) hace años, y a la que respondieron veinte parroquias ,daba el siguiente resultado:

  • La media de edad de las personas que iban a las celebraciones estaba entre los sesenta y setenta años.
  • Las mujeres ganaban en una proporción de cuatro a uno.
  • Los consejos parroquiales eran algo más jóvenes, pero adoleciendo de falta de renovación
  • Como opciones de incorporación de los mayores en las parroquias había numerosas y variadas.
  • Conclusión: las personas mayores gozan de notable peso específico dentro de las comunidades

El envejecimiento físico afecta  por imperativo natural a todos los que vamos cumpliendo años. Pertenece al guión del teatro del mundo. Cuando de fondo hay una sensibilidad evangélica, la circunstancia se sabe encajar en clave providencial, con su pizca de humor, sin disimulo ni tragedia: “Enséñanos a calcular nuestros años para adquirir un corazón sensato” (salmo 89)… No hay evidencias que permitan deducir que la satisfacción vital de la gente mayor de 70 años sea menor que en la gente más joven. El envejecimiento físico en sí no es un elemento depresivo. Las mermas que acarrean los años no deben transformarse necesariamente en depresión. A pesar de ellas, se puede alcanzar un alto nivel de bienestar subjetivo, y conservarlo. Todo depende de las estrategias con que se afronte la vejez.  Otra encuesta hecha en Alemania, dice que los alemanes entre 60 y 70 años se declaran más satisfechos con su vida que la gente entre veinte y treinta años. A pesar de que a partir de los setenta años disminuye la velocidad perceptora, la fluidez verbal y la capacidad de atención, junto con la salud cada vez más precaria

   El envejecimiento psicológico: Es el que se da por agotamiento o ausencia de proyecto;  por repetición de fórmulas o consolidación de rutinas; por cansancio, fatiga o falta de perseverancia;  porque no somos fuente inagotable de creatividad; porque somos siempre los mismos para todo, etc… El envejecimiento psicológico no es un hecho inevitable como el anterior, aunque sí  explicable y también susceptible de rectificación.

Esta especie de esclerosis psicológica no es en absoluto privativa de la gente mayor en la Iglesia; al contrario, sobre los jubilados recaen hoy gran parte de las tareas eclesiales, que desempeñan con notable entusiasmo. ¿Quiénes sino ellos sustentan  el entramado laical de servicios y ministerios? En este sentido la gente mayor es fuerte y comprometida. No parece que las generaciones posteriores demuestren más energía, imaginación y pasión por el Reino.

Eso sí, tendrán que afrontar la tentación de la baja autoestima. Los mayores no podemos aspirar a  ser jóvenes ni bellos con la obsesión que se ha extendido hoy día. Pero hay cualidades como el encanto, el humor, la experiencia, la formación, la amabilidad, etc… muy próximas a los frutos del Espíritu Santo, de los que la Iglesia no pude prescindir: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5,22).  Qué propicio es el otoño de la vida para cultivar y distribuir estos dones. Ser conscientes de esos dones supone  conservar la autoestima de los mayores en la Iglesia, y facilita evitar el envejecimiento psicológico a medida que vamos envejeciendo físicamente.

Podríamos  hablar también del envejecimiento moral, de mayor gravedad y calado. Es la tentación de falta de sentido que a veces afecta a los fundamentos de la fe, y se manifiesta en apatía, melancolía, cinismo y otras formas de desmoralización. Es la tentación de abandonar, o de bajarse de la cruz; estado de ánimo con frecuencia asociado a sentimientos de fracaso, o profunda desilusión. Como don Quijote al final de su aventura.

Aunque este no sea un factor privativo de los mayores,  sí supone un riesgo para ellos. Pueden ser presa del desaliento  si comprueban, por ejemplo, que la sociedad les posterga, la familia les utiliza…; o si no cosechan la justa gratitud que su generosidad hubiera merecido. Y en plano eclesial, si ven cómo el esmero de los pastores recae sólo sobre sectores más atractivos, o si asisten perplejos al declive masivo  de los valores religiosos que a ellos les sustentaron.

En esas condiciones es fácil que prenda en ellos la enfermedad del desaliento. Acaso no les haga desertar de la fe, pero sí  que la vivan sin alegría. Lo cual enciende una luz de  alarma que debe estimularnos para desarrollar una pastoral del aliento en beneficio de los mayores. Y ese es nuestro propósito

 2.- QUIENES SON Y DE DÓNDE HAN VENIDO NUESTROS MAYORES?

O de otro modo: ¿Cómo es el perfil humano y la personalidad teológica de este sector de la Iglesia? Parafraseando el Apocalipsis yo diría que son  “los que vienen de la gran tribulación”. Proceden (procedemos) por una parte,  de la gran sacudida que supuso el Concilio Vaticano II; y por otra, de la transición  a la democracia  en el plano político de nuestro país. Una generación sacudida por excesos, aventuras, ensayos y, esperanzas, cumplidas unas, malogradas otras.

Sin apenas referencias doctrinales, la mayoría tuvieron que reinventar su personal pertenencia a la Iglesia entre experiencias litúrgicas que les desconcertaban y compromisos temporales de la fe que no entendían. Lo hicieron al lado de la minoría  privilegiada  que entonces estudiamos aquellas teologías políticas y de la secularidad, sin perecer en el empeño.  Algunos, una minoría, vivimos oasis efímeros de ilusión eclesial, soñando una maravillosa iglesia del futuro que ahora vemos que no llegó. La mayoría mantuvieron contra viento y marea viejas tradiciones que los curas progres de la época tildábamos de irrelevantes. Cuando muchos a su alrededor desertaban, ellos se mantuvieron fieles frente a modas, pluralismos y acosos ideológicos. Para colmo soportan hoy la inapetencia religiosa de sus hijos y la estampida alocada de sus nietos.

Tal vez carecemos aún de suficiente perspectiva histórica para comprender el esfuerzo de adaptación que, desde que tenían veinticinco o treinta años, han debido de hacer los católicos españoles que hoy tienen más de setenta. Es difícil sostener que lo hayan conseguido sólo desde presupuestos naturales y sin concurso de la Gracia. Cuando en la historia de las religiones los procesos de cambios duran siglos, no parece posible que nuestros católicos, faltos de un sustrato intelectual consistente, hubieran podido asimilar todo lo que les ha caído, si no lo hubieran filtrado a través de una interpretación creyente de la vida. Por ello, y aunque carezcamos aún de perspectiva histórica, sí que podemos evocar para ellos el precedente  bíblico de lo que significó el Resto de Israel

(Al margen de la religión oficial, al margen del Templo y de las discusiones de escuela, el tema del resto de Israel surge de los desastres y convulsiones  del siglo noveno.

Isaías acentúa su carácter popular y profético, indicando que se apoya solamente en dios cuando las instancias intermedias no pueden ofrecer seguridades

Miqueas  les añade la gloria de haber sido purificados por el dolor

Jeremías aporta un rasgo decisivo para configurar su perfil: En el resto subsiste la esperanza de Israel porque es una selección religiosa dentro del pueblo, disociada ya de los intereses políticos e institucionales del reino de Judá

En Zacarías y Ageo la `pequeña comunidad  de exilados  se intuía a sí misma el resto. Pero para que no se lo creyeran demasiado  se indica que aún no ha conseguido el techo de su fidelidad a Dios, sino que todavía necesita depurar actitudes.

Y a lo largo de todo ese proceso de configuración la idea del resto se asocia cada vez más a otra categoría: La de los pobres de Yavé. Son los pobres que salen después en el Evangelio, vía san Mateo, el cual espiritualiza la pobreza; o por la de Lucas que, en lugar de  hacer doctrina  o moralizar lo que hace es dar información  viniendo a decir que por lo él sabe y ha comprobado, los pobres de espíritu coinciden con los pobres de las pensiones mínimas.)

Existen semejanzas entre el resto de Israel (o  pobres de Yavé)  y nuestra gente de la tercera edad. Y una lectura así me ayuda a mirar a este sector con más cariño y más merecedora de aliento. Y no sólo con el fin de animarles, sino desde una verdadera certeza teológica: la que procede de saber que la Alianza, la Vieja y la Nueva, se realiza siempre en clave de paradoja:

Sara, una anciana estéril, concibe y da a luz al antiguo pueblo. “Y si Israel no encuentra lo que busca, lo alcanzará otro resto elegido” (Rm 11,7).  Este nuevo resto se inaugura con una nueva síntesis: El futuro es posible  desde otra anciana estéril (Isabel); y más difícil todavía, desde una Virgen Madre… No es conforme al proyecto de la Salvación guiarnos por criterios de lógica empresarial. Cuando se trata de organizar la Iglesia o de pensar el futuro, los mayores cuentan. Con razón ha repetido el papa Francisco que “una sociedad que no protege a sus niños y a sus ancianos no tiene futuro” 

3.- TRES RASGOS GENERALES Y ALGUNAS PISTAS PASTORALES EN CONSECUENCIA

Como rasgos generales que presentan los mayores de nuestra Iglesia yo destacaría tres para,  partiendo de ellos, marcar UNAS PISTAS para esa pastoral del aliento a que nos referimos

A.- Una docilidad esencial.

  Y por tanto, una fidelidad acreditada. No absoluta, pero sí bastante marcada. Los mayores tienen, naturalmente, sus reservas mentales y sus resistencias a la conversión. No son crédulos ni acríticos. No es un sector seguro al cien por cien, ni residual,  como para descuidarlo pastoralmente. Aunque les cueste expresarse  en la Iglesia o sobre la Iglesia, manifiestan opinión no siempre favorable. Su capacidad reflexiva, a veces algo lenta, contiene prejuicios e ideas fijas,  pero también está llena de sentido común.  

En todo caso, para ellos la fe no es algo intercambiable que se tiene, sino algo permanente en lo que se está. Y a partir de ahí pueden intranquilizarles lo que no comprenden, pero en lo profundo no ponen condiciones, sino que aceptan desde una radicar apertura. Saben de quién se han fiado. En relación a la Iglesia saben que si han adquirido la perla (el Evangelio) tienen que quedarse también con el campo (la institución). Por lo tanto, aunque se desalienten, no suelen retirarse. Aunque pasen por valles de tinieblas, saben quién va con ellos. En medio de un pluralismo ideológico, religioso y eclesial que les pudo aturdir, ellos han hecho la opción de Pedro: “Señor, a quién iremos?”

Una pastoral del aliento que toma en cuenta lo anterior, pasa por demostrar mucha gratitud a los mayores. Ya he dicho que aunque sea un sector silencioso, no son personas acríticas ni insensibles. Por el hecho de que sean cantidad  en comparación con otros sectores, no  subestimemos injustamente su presencia.  Por otro lado, nadie más agradecido que ellos  cuando ven interés en el trato, afecto en la acogida, aprecio hacia sus sugerencias.

En las primeras comunidades cristianas había, además de una comunidad de bienes,  otra de parentesco espiritual  en virtud de la cual no sólo se llamaban hermanos entre sí, sino que a los miembros ancianos les designaban como “padres” y “madres”. Y eran estos padres y madres los que con su oración, experiencia y consejo proveían a las necesidades espirituales de los más jóvenes….

Y vemos hoy también  a muchos abuelos que, en ausencia o inhibición de los padres, ejercen otra vez como transmisores de la fe para niños y adolescentes. Por eso, y porque los mayores forman el grueso de los movimientos apostólicos y de vida…; porque  desempeñan la mayoría de ministerios laicales…; y porque están sosteniendo económicamente a la Iglesia (que todo hay que decirlo) habremos de hacer esfuerzos de imaginación y voluntad para expresar gratitud como el primer pilar para una pastoral del aliento.

Por ejemplo: ¿Qué tal un dial del mayor en las parroquia?  Distinto del día del enfermo, pues la vejez no es una enfermedad.  Y no para reunirlos a ellos, sino para que las otras generaciones les puedan expresar su estima  en cuanto transmisores de la fe, de las tradiciones y de los valores? Estaríamos caminando así hacia una pastoral integradora entre generaciones tan beneficiosa para mayores como para jóvenes.

B.- Un cristianismo de caparazón

Un segundo rasgo de la fe de los mayores puede ser su tendencia a enquistarse o encapsularse en las verdades adquiridas tal y como las adquirieron.

Dicen que para sobrevivir  unas especies animales desarrollan  un esqueleto fuerte, y otras un sólido caparazón. El catolicismo inicial en el que nacimos y crecimos los mayores fue de caparazón exterior. Nos educaron cuando ser cristiano era una cuestión colectivizada. Casi no era precisa la decisión personal, porque el ambiente nos impulsaba y alimentaba desde fuera. Bastaba casi con dejarse guiar pasivamente, refugiados bajo un techo de prácticas unánimes que se respetaban y no se discutían. Entonces el combate o milicia de la fe a que se refiere san Pablo era sobre todo contra las propias pasiones (el espíritu contra la carne) más que frente a enemigos exteriores. Sólo los movimientos sectoriales de Acción Católica, Cursillos de cristiandad y otros cultivaban un espíritu militante. No había que dar  demasiadas razones de la fe, pues aunque no toda la sociedad las compartía, pocos las hostigaban.

Cuando la situación cambió y soplaron otros aires, a falta de una columna vertebral fuerte y flexible capaz de sostener y vigorizar desde dentro, muchos católicos desarrollaron un caparazón defensivo para aguantar el envite. Como antes señalé fue sólo una minoría la que tuvimos oportunidades de formación teológica, o de diálogo sin complejos con la cultura de la increencia. El resto tal vez se enquistó defensivamente bajo el caparazón de antaño, bajo un catecismo memorizado y aceptado en obediencia.

Por eso ahora tal vez acusan falta de cintura. No es que sean cerrados de ideas, sino que dicen no estar preparados para debatir ni siquiera con los nietos cuando les vienen con la última teoría del profesor ateo de filosofía o ciencias naturales; o que carecen de argumentos para replicar a los ataques de los medios de comunicación. Hay quienes mantienen  su fe de modo vergonzante. Sienten su verdad, pero no se arriesgan a expresarla o compartirla. Es curioso que hoy, cuando todo el mundo sale del armario, muchos cristianos no ocultemos bajo el caparazón.

Pistas pastorales

Sería importante que una pastoral del aliento alentara a los mayores a implicarse en grupos de formación y espiritualidad, tipo Vida Ascendente, de estudio bíblico, etc. Los testimonios de quienes participan en estos pluses de compromiso dan a entender que se sienten reforzados por el resultado: más abiertos de mente y mucho más seguros a la hora de responder ellos mismos como evangelizadores y militantes. Hasta cierto punto es normal que los mayores en la Iglesia se sientan más convocados a celebrar los siete domingos de san José que a conocer la doctrina social de la Iglesia, pero se pueden compatibilizar ambas cosas

Otro recurso invaluable que puede alentar a los mayores es saber que la fe religiosa contribuye como excelente remedio para un envejecimiento satisfactorio. Es calidad de vida. De los adultos europeos que se declaran creyentes, un 80 % dicen que obtienen consuelo y fuerza por medio de su fe. Está comprobado que las personas mayores que frecuentan la misa, que rezan y leen el Nuevo Testamento asiduamente, demuestran un mayor grado de satisfacción vital que quienes no lo hacen. Los sociólogos lo explican gracias al apoyo social que experimentan a través de su inserción en una comunidad. Los psicólogos, lo atribuyen a la fuerza que da la fe para superar dificultades y evitar estados de depresión. Por ambos caminos la experiencia creyente ayuda a un buen envejecer.

La pastoral del aliento también se fundamenta en la necesaria apelación a la Providencia, con el fin de superar miedos, inseguridades y negros presagios. Por una parte los mayores creyentes pueden desconcertarse  porque aquellos valores en los que creyeron  y desde los que vivieron, hoy parecen derrumbarse. Pero, por otra, están mejor preparados para aceptar que todo lo que sucede es para nuestro bien. Como padres y madres responsables que fueron saben partir de aquella experiencia humana de la carta a los Hebreos 12,11: ¿Qué padre no corrige a sus hijos? Ningún castigo nos gusta al recibirlo, pero después de pasar por él da como resultado una vida en paz y honrada. Por tanto, robusteced las rodillas vacilantes”

Poco o nada nos ayuda instalarnos en discursos negativos tipo “se ha perdido la vergüenza y el respeto a todo” o similares, tan característicos de algunos mayores honrados. Tales comentarios ayudan a desahogarse, pero no promueven ningún cambio a mejor; y sobre todo, nos roban la paz interior y el descanso a que tenemos derecho. El mayor puede incurrir fácilmente en actitudes hipercríticas o agresivas con las nuevas generaciones: Aquello de “antes todo era bueno y ahora todo es malo”. Mejor es cultivar una esperanza menos escatológica, la que se deriva de confiar en las posibilidades de la humanidad y en la perennidad de la Iglesia de Cristo contra la que no prevalecerán las fuerzas del mal

  1. C) Un sentido relativizador de la vida

También podríamos llamarlo desapego, espíritu de desprendimiento, o de renuncia.

Sin pedir permiso y al rito del paso de los años, la vida nos ha ido arrebatando personas, lozanía, salud o éxito social. En este sentido nos ha ido  vaciando de expectativas, al mismo tiempo que llenando de experiencia. Tenemos las condiciones apropiadas para conectar con esa sabiduría del Eclesiastés cuando define  a las cosas de este mundo como “vanidad de vanidades”

Desde la cumbre de los muchos años se distingue mejor lo esencial de lo accidental y la realidad de la fantasía. Se relativiza lo que antaño se vivía con más pasión. Ya no se esperan grandes sorpresas  de la vida.  Ella misma nos ha ido distanciando de las fiebres del triunfo y la fortuna. Tiempo de aprender a distanciarse de  apegos desordenados  a cosas, a personas,  y hasta a uno mismo. Ya no hay que impresionar a nadie, ni aparentar, ni demostrar nada que no sea auténtico. Se gana en libertad interior.

Frente a cosas que tanto se cotizan en el mundo activo cuales son el consumo, la prisa, la imagen externa, lo provisional,… el mayor demanda y atesora los valores de la calma, la sobriedad, la constancia. Tiempo de repensar la existencia, no ya desde el vigor y los éxitos, sino desde una fragilidad que puede transformarse en fortaleza. Por ley natural la gente de la tercera edad va dejando responsabilidades,  y cede el paso a otros.

Ser consciente de las limitaciones de los  años puede hacer crecer la preciosa virtud de la humildad, incuso  para dejarse querer y cuidar aceptando esa dependencia que tanto les cuesta a algunos ancianos. Esa humildad puede ayudar a los mayores a ser más abiertos y comprensivos de lo que comúnmente se piensa.

Además, facilita el acceso a una espiritualidad más depurada.  En teoría, el mayor debe estar mejor preparado para poder viajar ligero de equipaje  cuando el Señor le llame. Es lo que constituye esa ciencia bíblica de “aprender a calcular los años para adquirir un corazón sensato”. El otoño de la vida es un tiempo especialmente indicado para llenarlo de luz, para llenarlo de Dios, en la misma medida en que nos vamos vaciando de lo que es efímero y relativo

Pistas pastorales.

Llegados a este punto concluiremos que una pastoral del aliento deberá ir unida  necesariamente a una pastoral de la esperanza. Y me refiero a la esperanza como virtud teologal, tan magistralmente  expuesta en la encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI. Lo más alentador y saludable para enfocar los últimos tramos del camino, es atreverse a explorar los últimos artículos del Credo.

Si fuera necesario importa corregir la imagen menos adecuada de Dios que a muchos mayores se les transmitió cuando eran niños o jóvenes. Me refiero a ciertos rasgos autoritarios y patriarcales. En el otoño de la vida hay que profundizar en una imagen de Dios bueno que comprende los errores pasados, perdona nuestros pecados más oscuros, y nos acepta como somos.  Además de ser una imagen fiel del Dios de Jesucristo, resulta enormemente alentadora cuando sentimos que nos vamos acercando a la estación terminal… mientras vemos que él agita su pañuelo en el andén como señal de bienvenida.

Entonces será más fácil aceptar la inevitable mortalidad que nos cerca. Cuando de pronto te das cuenta de que mucha gente próxima a ti y más joven que tú se va marchando; de que ciertas enfermedades hacen que tu cuerpo falle; de que ya hiciste tu último viaje al extranjero; o de que no vale la pena abordar una obra de albañilería en casa….. entonces se desvanece también la protectora ilusión que situaba a la muerte en una lejanía indeterminada e irreal.

Puedes afrontar esta evidencia con un nihilismo pesimista. O podrías hacerlo con estoica resignación. Pero no es menos, sino más razonable y coherente, hacerlo con su sentido transcendente. Parecería extraño, pero un porcentaje significativo de católicos mayores albergan muchas dudas respecto a las realidades del más allá. Y los pastores podemos ceder a la tentación de eludir el asunto para no asustar, o de hacerlo sólo en los funerales porque allí hay que actuar de oficio.

Un buen envejecer no supone esquivar todo temor a la muerte, sino aceptarla de modo razonable. Cualquier persona mayor debería poder elaborar una idea clara del final de su vida física, sin incurrir en un tipo de angustia. Y es aquí donde más aporta la alentadora propuesta cristiana. Está comprobado que la fe acompaña como ningún otro recurso a un envejecer de calidad.  La perspectiva de una vida con Dios y los seres amados después de la muerte, enriquece la espiritualidad con nuevos acentos… Porque el fin hacia el que uno se dirige ya no es una caída en la nada, sino el paso hacia una vida que, como dice el prefacio de difuntos, “no termina, sino que se transforma”

Ver la vida así  “sub specie aeternitatis” no sólo ilumina el futuro, sino también el pasado. La mirada nostálgica hacia el pasado (qué pena aquella juventud que ya se fue, etc.) se puede transformar en una memoria agradecida de lo ya vivido. Se puede hablar entonces de un optimismo del tiempo pasado, ya que lo que hemos construido y realizado nunca podrá ser destruido. En el tiempo de Dios siempre es un hoy; y ese hoy de Dios todo lo bueno que he se ha hecho y vivido sigue teniendo valor.

Ánimo, pues, que así sea y muchas gracias